domingo, 15 de abril de 2012

     Una nena chiquita que corre con un vestido blanco y azul se siente única, especial. Siempre busca entre su ropa ese disfraz que la hace viajar. Vive en un juego infinito, en el que es marinera del barco del mundo, girando el timón hacia donde quiere, guiándose por colores fuertes e imágenes que la hagan feliz.
     Tiene roperos de marcos blancos, empapelados por fuera con fondos verde agua, dibujitos de arbustos, los cielos más celestes con nubes esponjosas, pero sobre todo repleto de globos aerostáticos, que suben, suben y suben. Los mira teniendo esperanzas de traspasar ese tapiz y volar sola, al igual que con su barco, creando siempre su propia historia, cegándose ante lo que pueda hacerle mal.
     Juega sola pero nunca lo está. Conoce cada tabla del suelo, cada marca en la madera, cada perfume y cada rayón accidental que hubiese en las paredes. Se acuesta debajo de la mesa subiendo sus piecitos para llegar a apoyarlos en la cara de abajo de la tabla. Corre por un pasillo que a su dimensión es infinito, se esconde tras las paredes bajas de los balcones, y busca ese refugio impenetrable que hay bajo las sábanas. Lo sabe, sabe que es la nena más feliz en el mundo. 
     Esa nena ya es mujer, una que lagrimea ante el recuerdo de sus puertas verde agua, las marcas en la madera, y los perfumes que ya no están. Sigue sintiéndose segura bajo las sábanas, pero ruega abrir una mañana el guardarropas y encontrar ese vestido marinero que en verdad, nunca hubiera querido quitarse. Nadie puede sacarle el barco, día a día escribe su historia tanto como antes, intentando guiarse por colores de los más estridentes pero inevitablemente entrando de tanto en tanto, en mares feos, con vientos fuertes, y kilómetros de nada misma, que sólo logran dejarle vacío. 
     Esa nena puede retomar el timón, con su don de ser siempre feliz y navegar a los más brillantes verdes, violetas y rosas que sepa encontrar. Hoy a la noche, cuando mi cabeza toque la almohada, se lo voy a decir.

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